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I.E.
SANTO TOMÁS
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Código:
GA-FO-68
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Fecha:
31/
07/2012
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UNIDAD
DIDACTICA
AREA
DE RELIGIÓN
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Versión:01
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Página:
11
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ASIGNATURA: RELIGIÓN
GRADO: UNDÉCIMO
DOCENTE: ESMERALDA BRAVO CALDERÓN
PERIODO: TERCER
ESTUDIANTE:___________________________________________GRUPO:____
VIVIR JUNTOS (Las preguntas de la vida) Fernando Savater
Nadie
llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los
otros. Nuestra
humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca
hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes!
Nos la pasaron boca a boca, por la palabra,
pero antes aún por la mirada: cuando todavía
estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de
nuestras madres o de quienes en su lugar
nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor, preocupación, reproche o
burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra
insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los
autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan
Todorov, lo expresa así: «El niño busca captar la mirada de su madre no solamente
para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí
misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia
de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse
durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en
la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede
significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor»
Siendo como somos en cuanto humanos
fruto de ese contagio social,
resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con
tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los
otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta
indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para
nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia
necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree
ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno
materno aparece para calmar el hambre (casi
siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros
para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los
afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer
paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en
los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de
quienes tanto dependemos tienen su
propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día
lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para
otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.
La filosofía y la literatura
contemporáneas abundan en lamentos sobre la
carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra
condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas
lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul
Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida: «El infierno son los demás». Según eso,
el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de
ser lo mismo).
Las sociedades modernas de masas tienden a
despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas,
es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las
antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En
cambio crece la posibilidad de control
gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada
vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque
esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas
comunidades pre modernas!
¿Son los demás el infierno? Sólo en
tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco
consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra
inmadurez autocomplaciente gusta
de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por
«comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente de
modo tan exhaustivo como nosotros mismos creemos expresarnos; pero sólo muy
relativamente, si asumimos que no es lo
mismo pedir comprensión que hacerse comprender y que la buena comunicación
tiene como primer requisito hacer un esfuerzo por comprender a ese otro mismo
del que pedimos comprensión. ¿Limitan nuestra libertad los demás y las
instituciones que compartimos con ellos? Quizá la pregunta debiera plantearse
de modo diferente: ¿tiene sentido hablar
de libertad sin referencia a la responsabilidad, es decir a nuestra relación
con los demás?, ¿no son precisamente las instituciones -empezando por las
leyes- las que nos revelan que somos libres de obedecerlas o desafiarlas, así
como también para establecerlas o revocarlas? Incluso los abusos totalitarios o
simplemente autoritarios sirven al menos para que comprendamos mejor -en la
resistencia contra ellos- las implicaciones políticas y sociales de nuestra
autonomía personal.
Por justificadas que estén las
protestas contra las formas efectivas de la sociedad actual (de cualquier
sociedad «actual»), sigue siendo igualmente cierto que estamos humanamente
configurados para y por
nuestros semejantes. Es nuestro destino de seres lingüísticos, es decir, simbólico.
Al nacer somos «capaces» de humanidad, pero no actualizamos esa capacidad -que incluye entre sus rasgos
la autonomía y la libertad- hasta gozar y sufrir la relación con los demás.
Los cuales por cierto nunca están «de más», es decir nunca son superfluos o
meros impedimentos para el desarrollo de una individualidad que en realidad
sólo se afirma entre ellos. Para
conocernos a nosotros mismos necesitamos primero ser reconocidos por nuestros semejantes. Por muy malo que
pueda eventualmente resultarnos el trato con los otros, nunca será tan
irrevocablemente aniquilador como vendría a ser la ausencia completa de trato,
el ser plena y perpetuamente «desconocidos» por quienes deben reconocernos. Lo
ha expresado muy bien el gran psicólogo William James: «El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene de sus
semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la proximidad
con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata a
hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie. Ningún castigo más diabólico podría ser
concebido, si fuese físicamente posible, que vernos arrojados a la sociedad y
permanecer totalmente desapercibidos por todos los miembros que la componen».
Nadie llegaría a la humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que
hacerse humano nunca es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez
humanos, la peor tortura sería que ya nadie nos reconociese como tales... ¡ni
siquiera para abrumarnos con sus reproches!
La
autoconciencia
entonces ya no se conforma simplemente con la supervivencia biológica que le
bastaba mientras se halló en plena continuidad con el resto del mundo. Ahora la autoconciencia quiere ante todo su
propio querer, su voluntad autónoma distinta del mundo que se le opone. En
cierto modo esto la sitúa al margen de la vida, del simple durar «como el agua
en el agua», y la enfrenta con la muerte. De ser conciencia de la vida pasa a
convertirse en autoconciencia que asume y desafía la certeza de su propia
muerte. En ese mundo que se opone y resiste al cumplimiento de sus apetitos, la autoconciencia comienza a ser más y
más capaz de valorar, de elegir, de jerarquizar sus deseos de acuerdo no
ya sólo con la supervivencia sino con la
afirmación autónoma de su querer.
¿Cómo podrá una autoconciencia
afirmarse triunfalmente frente a la otra? Por medio del más universal de los
instrumentos, el miedo a la muerte. Puesto que ambas son conscientes de su
mortalidad, deberán probar hasta qué punto se hallan «por encima» del mero
instinto de supervivencia que aún las entronca con la zoología, de la que
pugnan por zafarse para consolidar su autonomía. El combate por el reconocimiento será ganado entonces por la
autoconciencia más capaz de sobreponerse al terror a morir La situación es
semejante a la de aquel tremendo juego que hizo furor hace pocas décadas en
Estados Unidos, una de cuyas versiones aparece en la película de Nicholas Ray Rebelde
sin causa: los competidores conducen dos automóviles lanzados
a toda velocidad uno hacia el otro o ambos en paralelo hacia un precipicio. El
primero que frena o se desvía por instinto de supervivencia es «el gallina» y
pierde. El otro -¡si salva el pellejo!- es reconocido como el valiente, es
decir, el que más vale, aquel cuyo desprecio a la muerte le sitúa más lejos de
la animalidad (por cierto, también la mayoría de los animales cuando luchan con
sus semejantes y van perdiendo se ofrecen rendidos al oponente antes de que la
bronca tenga un resultado fatal).
La autoconciencia vencida -vencida
sobre todo por el miedo a morir- queda sometida a las órdenes del vencedor (que
no reconoce más «amo» que la muerte misma). Pero el derrotado no se convierte
en un mero animal: para servir al señor se ve obligado a trabajar, lo
cual le aleja de la simple inmediatez de los apetitos zoológicos. Por medio del trabajo el mundo deja de ser
sólo un obstáculo o un enemigo y se convierte en material para realizar
transformaciones, proyectos, tareas creadoras. A la larga el amo, cuyos
deseos se ven inmediatamente satisfechos por su esclavo, recae poco a poco en
la animalidad y ya no le queda otro entretenimiento «humano» que contemplar una
y otra vez su rostro en el espejo de la muerte, hasta identificarse con ella.
En cambio el siervo se convierte en depositario de la más duradera
autoconciencia, no limitada al estéril desafío frente a la muerte sino dedicada
a la creación de nuevas formas para racionalizar la vida. Finalmente, cada una
de las dos autoconciencias representa una mitad nada más de la voluntad
autónoma del hombre: la afirmación de su independencia como valor superior a la
mera supervivencia biológica y el empeño técnico de llegar a vivir más y mejor.
Aún un paso más y cada una de las autoconciencias reconoce la validez de la
otra: la validez del Otro. Ya en plano
de igualdad, el individuo admite la dignidad humana de los demás no como meros
instrumentos -de muerte o de creación- sino como fines en sí mismos cuyos derechos han de ser reconocidos
en un marco social de cooperación.
Una vez llegados al plano de la
sociedad humana -a la vez sometida a valoraciones éticas y a consideraciones políticas- la pregunta viene a ser ésta: ¿cómo organizar la convivencia?
Pregunta que sigue vigente aunque ya se haya superado la oposición brutal entre
amos y esclavos. Porque los diversos «socios» que forman parte de la comunidad
mantienen cada cual sus propios apetitos e intereses, su incansable necesidad
de reconocimiento por los demás, sus enfrentamientos en torno a cómo deben
repartirse los bienes que admiten reparto y quién debe poseer aquellos que no
pueden tener más que un solo dueño. En una palabra, la cuestión es cómo se convierte la discordia humana en
concordia social.
¿Por qué existe la discordia? Desde
luego, no es porque los seres humanos
seamos irracionales o violentos por naturaleza, como a veces dicen los
predicadores de trivialidades. Más bien todo lo contrario. Gran parte de
nuestros antagonismos provienen de que somos
seres decididamente «racionales», es decir, muy capaces de calcular nuestro
beneficio y decididos a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente
gananciosos. Somos lo suficientemente «racionales» al menos como para
aprovecharnos de los demás y desconfiar del prójimo (suponiendo, con buenos
argumentos, que se portará si puede con nosotros como nosotros intentamos
portarnos con él). También usamos la razón lo suficiente para darnos cuenta de
que nada nos sería tan beneficioso como vivir en una comunidad de gente leal y
solidaria ante la desgracia ajena, pero nos preguntamos: «¿Y si los demás no se
han dado cuenta todavía?», para concluir: «Que empiecen ellos y me comprometo a
pagarles en la misma moneda». Todo muy racional, como se ve. Aunque a estas
alturas del libro espero no tener que recordarle al lector la diferencia ya
reiterada entre lo «racional» y lo
«razonable». Por si falta hiciere, miren a la realidad que les circunda (en
la que unos pocos centenares privilegiados poseen la inmensa mayoría de las
riquezas mientras millones de criaturas perecen de hambre) y podrán concluir que vivimos en un mundo tremendamente
racional pero poquísimo razonable...
Tampoco
es verdad que seamos espontáneamente «violentos» o «antisociales». Ni mucho menos. Por supuesto existen
en todas las sociedades personas así, que padecen alguna alteración psíquica o
que han sido tan maltratadas por los demás que luego les pagan con la misma
moneda. No podemos legítimamente esperar que aquellos a quienes el resto de la
comunidad trata como si fuesen animales, utilizándolos como bestias de carga y
desentendiéndose de su suerte, se porten después como perfectos ciudadanos.
Pero no hay tantos casos como pudiera esperarse (sorprende realmente lo
sociables que se empeñan en seguir siendo incluso quienes menos provecho sacan
de la sociedad) ni rompen la convivencia humana tanto como otras causas
diríamos que opuestas. En efecto, los
grandes enfrentamientos colectivos no los suelen protagonizar individuos
personalmente violentos sino grupos formados por gente disciplinada y obediente
a la que se ha convencido de que su interés común depende de que luchen contra
ciertos adversarios «extraños» y los destruyan. No son violentos por razones
«antisociales» sino por exceso de sociabilidad: tienen tanto afán de
«normalidad», de parecerse lo más posible al resto del grupo, de conservar su
«identidad» con él a toda costa, que están dispuestos a exterminar a los
diferentes, a los forasteros, a quienes tienen creencias o hábitos ajenos, a
los que se considera que amenazan los intereses legítimos o abusivos del propio
rebaño. No, no abundan los lobos feroces ni los que hay representan el
mayor riesgo para la concordia humana; el verdadero peligro proviene por lo
general de las ovejas rabiosas...
Somos seres sociables porque nos
parecemos muchísimo unos a otros (mucho más desde luego de lo que la diversidad
de nuestras culturas y formas de vida hacen suponer) y aproximadamente solemos
querer todos las mismas cosas esenciales:
reconocimiento, compañía, protección, abundancia, diversión, seguridad... Pero
nos parecemos tanto que con frecuencia apetecemos a la vez las mismas cosas
(materiales o simbólicas) y nos las disputamos unos a otros. Incluso es
frecuente que deseemos ciertos bienes solamente porque vemos que otros también
los desean: ¡hasta tal punto resultamos ser gregarios y conformistas!
De modo que lo mismo que nos une nos enfrenta: nuestros intereses. La palabra
«interés» viene del latín inter esse,
lo que está en medio, entre dos personas o grupos: pero lo que está
entre dos personas o dos grupos sirve en ocasiones para unirles y otras veces
se interpone para separarles y volverles hostiles uno contra otro.
Hay
democracia cuando los
humanos asumen que sus leyes y proyectos políticos no provienen de los dioses o
la tradición, sino de la autonomía ciudadana de cada cual armonizada polémica y
transitoriamente con las de los demás,
con iguales derechos a opinar y decidir; hay filosofía cuando los humanos
asumen que deben pensar por sí mismos, sin dogmas preestablecidos, soportando
la crítica y el debate con sus semejantes racionales. En el fondo, el
proyecto de la democracia es en el plano sociopolítico lo mismo que el proyecto
filosófico en el plano intelectual. La democracia implica que siempre habrá
política (en el sentido discordante y conflictivo que hemos visto) por la misma
razón que la filosofía implica que siempre habrá pensamiento, es decir duda y
disputa sobre lo más esencial.
Algunos utopistas y casi todos los
políticos totalitarios de nuestro siglo han reclamado un «hombre nuevo» como
materia prima dispuesta para someterse a sus proyectos. Pero el hombre,
afortunadamente, no puede ser «nuevo» sin dejar de ser propiamente humano
puesto que su propia sustancia simbólica está compuesta con una tradición de
conocimientos adquiridos, experiencias históricas, conquistas sociales, memoria
y leyendas. Las personas nunca pueden
ser pizarras recién borradas -y ¡qué métodos tan terribles se han utilizado
en las últimas décadas para borrar de las mentes cuanto merece ser recordado y
defendido!- en las que se escriba arbitrariamente la nueva ley social, por
buena letra que se proponga hacer el legislador. Tampoco es factible purgar a los
hombres del apego racional a sus propios intereses encontrados para someterlos
a un interés global o bien común determinado por alguna sabiduría situada por
encima de sus cabezas. No, es preciso fraguar la política de acuerdo a partir
de los seres humanos realmente existentes con sus razones y pasiones, con sus
discordias, con su tendencia al egoísmo depredador pero también con su
necesidad de ser reconocidos por la simpatía social de los demás. Por lo que
sabemos, tal acuerdo será siempre frágil y padecerá mil amenazas: segregará sus
propios venenos, a veces a partir de sus mejores logros.
El gran
problema es que -a diferencia de lo que sucede en las utopías- en las
sociedades existentes no todos los ideales resultan plenamente compatibles. Por
ejemplo, las libertades públicas son
sumamente deseables pero a veces chocan con la seguridad ciudadana, que
también es un principio digno de consideración. En muchos casos se dan
conflictos semejantes y aún peores: es importante defender los derechos humanos de las mujeres en aquellas sociedades
-como la impuesta por los talibanes en Afganistán- que no los respetan pero
también merece respeto el derecho de cada comunidad humana a desarrollar sus
propias interpretaciones valorativas sin injerencias violentas de otras
naciones, la libertad de comercio y empresa es un principio muy respetable pero
entre sus consecuencias indeseables parece estar la miseria creciente de gran
parte de la humanidad, etc. A comienzos de nuestro siglo, Max Weber habló de
las «batallas entre dioses» que
representan estos choques en la realidad histórica de ideales contrapuestos.
Son como licores fuertes y puros que no pueden ser tomados sin mezcla. Quizá el
arte político por excelencia sea acertar en la dosificación del cóctel que los
integre todos sin dejar de ser socialmente «digerible»...
Desde Platón, la virtud que mejor
expresa ese acuerdo social a partir de elementos discordantes de la que venimos
hablando se llama justicia. Estamos
demasiado acostumbrados, a mi juicio, a enfocarla de modo meramente
distributivo (darle a cada cual lo suyo, a cada cual según sus merecimientos o
sus necesidades) o retributivo (castigar a los malos y premiar a los buenos).
Pero hay definiciones más amplias y que me parecen preferibles. La que más me
gusta es de un pensador anarquista del siglo XIX, Pierre-Joseph Proudhon, y
dice así: «La justicia... es el respeto,
espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad
humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre
comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa» (De la
justicia en la revolución y en la Iglesia). El concepto de dignidad
humana en su forma contemporánea, empieza a generalizarse a
partir del siglo XVIII, cuando entra en crisis revolucionaria el sistema de
honores propio de la aristocracia -reservado a una minoría- para dar paso a la
exigencia de cada cual del reconocimiento de su calidad como hombre y como
ciudadano. Entonces aparece el concepto político de «derechos humanos», que se
incorporan a las constituciones democráticas y que se han ido fortificando
teóricamente -aunque no siempre, hay, cumpliendo en la práctica- durante los
últimos doscientos años. Implican una verdadera subversión de las
sociedades tradicionales, tanto en su origen (en América aparecieron tras una
guerra de independencia y en Europa se impusieron tras una revolución que
decapitó reyes) como ahora mismo cuando se los intenta defender de veras. Los derechos humanos o derechos
fundamentales son algo así como una declaración más detallada de lo que implica
esa «dignidad» que es justo que los hombres se reconozcan los unos a los otros.
¿Qué
implica la dignidad humana?
En primer lugar, la inviolabilidad de
cada persona, el reconocimiento de que no puede ser utilizada o sacrificada
por los demás como un mero instrumento para la realización de fines generales.
Por eso no hay derechos «humanos» colectivos, por lo mismo que no hay seres
«humanos» colectivos: la persona humana
no puede darse fuera de la sociedad pero no se agota en el servicio a ella.
De aquí la segunda característica de su
dignidad, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para trazar sus
propios planes de vida y sus propios haremos de excelencia, sin otro límite que
el derecho semejante de los otros a la misma autonomía. En tercer lugar, el reconocimiento de que cada cual debe ser
tratado socialmente de acuerdo con su conducta, mérito o demérito personales, y
no según aquellos factores casuales que no son esenciales a su humanidad: raza,
etnia, sexo, clase social, etc. En cuarto y último lugar, la exigencia de solidaridad con la desgracia y sufrimiento
de los otros, el mantener viva y activa la complicidad con los demás. La
sociedad de los derechos humanos debe ser la institución en la que nadie resulta
abandonado.
El racismo es el ejemplo más destacado
de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo
sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada
uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su
comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí
mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las
cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser «contaminado» por las demás ni alterado
por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales
«programan» a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio con los de
otras culturas (el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington)
o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de
cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta «identidad cultural»
de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada políticamente
sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las
menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran
en el fondo una voluntad no menos «injusta» de atentar contra el presupuesto
esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones
uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los
unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias
culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de
nuevo una y otra vez.
La obsesión característica de los
nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria
«pertenencia» de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad
orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable
mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y
en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. El imbécil «aquí somos así» y la mitificación de las
«raíces» propias -como si los seres humanos fuésemos vegetales- bloquea la
verdadera necesidad humana de hospitalidad que nos debemos unos a otros
de acuerdo a lo que hemos llamado «dignidad». Para quien es capaz de
reflexionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se
sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de
hospedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única
verdadera «patria». Lo ha formulado muy bien un escritor judío
contemporáneo, George Steiner: «Los
árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan
la barrera de la estupidez delimitada con alambradas, que son las fronteras;
con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad
de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la
Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el
extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En
las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino
que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes
como en los auténticos seres humanos que debemos proponernos ser, si es
que deseamos sobre vivir»
Según dice Sigmund Freud -fundador del
psicoanálisis y uno de los espíritus mayores de nuestra época- en su obra El malestar de la cultura, el
sufrimiento humano tiene tres fuentes: «La supremacía de la Naturaleza, la
caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular
las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad». Pero
ninguna de estas tres desdichas puede ser propiamente considerada lo peor de lo
que nos asedia: para el ser que necesita
la mirada comprensiva y confirmadora del otro a fin de llegar a ser él mismo
«lo malo es, originariamente, aquello por lo cual uno es amenazado con la
pérdida del amor». Nada nos deja más inermes, más desvalidos, más amenazados
que la pérdida del amor, entendido éste tanto en su sentido más literal
(paternofilial o erótico) como también en el más general que los griegos
denominaban filia: la amistad entre quienes se eligen mutuamente como
complementarios y la simpatía «civil»
-cortés y vagamente impersonal pero solidaria de modo nada irrelevante- que los
conciudadanos tienen que demostrarse cotidianamente unos a otros para que la
vida en sociedad resulte gratificante. Sin
amor ni filia la humanidad se atrofia y quedamos en manos de la
inhóspita ley de la jungla. Con razón dijo Goethe que «saberse amado da más fuerza que saberse fuerte».
¿Cómo podemos merecer el amor de los
otros? Gran parte de las pautas éticas en todas las culturas se han dedicado a
darnos instrucciones para conseguirlo. Isaac Asimov, un escritor de ciencia
ficción que a mi juicio también es buen filósofo, inventó las «tres leyes de la robótica» que llevan
grabadas en su programación las criaturas mecánicas que protagonizan Yo, robot
y otros relatos suyos. Son éstas:
Primera: No dañarás a ningún ser humano.
Segunda: Ayudarás cuanto puedas a los seres
humanos (siempre que no sea violando la primera regla).
Tercera: Conservarás tu propia existencia
(siempre que no sea a costa de violar las dos leyes anteriores).
Como nosotros no somos robots, la
mayoría de las morales pasadas y presentes invierten el orden de estos tres
preceptos pero por lo demás sus normas quedan bien resumidas en la tríada de
Asimov. Por supuesto, siempre ha habido, hay y habrá consejeros
provocativamente desengañados que nos recomiendan aprovecharnos cuanto sea
posible de quienes respetan la moralidad para obtener otras ventajas. Gracias a
tales sabios vivimos rodeados de policías, cárceles, miseria y abandono. ¿Son
tan astutos tales consejeros cínicos como suele creerse? ¿Merecen
verdaderamente la pena las ventajas ocasionales que personalmente obtenemos
escuchándoles frente a lo que perdemos todos en general? ¿Es prudente que tú o
yo, lector, renunciemos a intentar merecer el amor de nuestros semejantes hasta
que el último de los despistados o de los malvados se haya convencido de que es filia y no otra cosa lo que
necesitamos?
Nada es tan sociable ni une tanto como
el sentido del humor: por eso cuando en una reunión amistosa se oyen muchas
risas o se intercambian abundantes sonrisas decimos que «lo están pasando
bien». Es decir, que se encuentran a gusto reconociéndose unos a otros. Hasta
quien ríe solo en verdad ríe a la espera de las almas gemelas que puedan unirse
a reír con él. Y muchas amistades -¡y no pocos amores!- comienzan cuando dos
entienden un chiste que se les escapa a los demás...
Tampoco la creación estética y sus
goces pueden entenderse adecuadamente si no se comparten. Cuando
descubrimos algo hermoso lo primero que hacemos es buscar a alguien que pueda disfrutarlo
con nosotros: junto a él o a ella, también nosotros lo disfrutaremos más. Los
niños pequeños se pasan la vida arrastrando de la manga a los mayores para
enseñarles pequeñas maravillas que a veces los adultos son demasiado estúpidos
para apreciar en lo que valen.
TALLER
1.
Podemos hacernos humanos, por nosotros mismos, sin
necesidad de los demás?
2.
Por qué crees tu que somos gregarios?
3.
Cómo se empieza a ser humano?
4.
Qué es para ti filosofar?
5.
Cómo explicas la democracia?
6.
Explica que son comunidades burocráticas?
7.
Por qué los humanos necesitamos reconocimiento?
8.
Es inevitable que nos resulte dolorosa la
convivencia con los otros?
9. No sería
peor el infierno de ser ignorado por los otros que el de vivir entre ellos?
10. Nos
enfrentamos los humanos en la sociedad porque no somos lo suficientemente
racionales o porque no somos razonables?
11. Qué son las
«utopías»?
12. Es lo mismo
«utopía» que «ideal»?
13. Se ha
realizado históricamente alguna utopía? Explica
14. Qué es la
justicia?
15. Cuál es su
relación con la dignidad humana?
16. Cuáles son
los principios más generales de las morales humanas?
17. Es la risa un argumento a favor de la vida en común
de los hombres?
18. Qué es la
filia?
19. Cuales son
las tres leyes de la robótica?