domingo, 29 de mayo de 2011

La etica y la Moral Grado Décimo

LA MORAL Y LA ÉTICA.


GUIA 2

Andrés se colocó en el centro de la sala. No le gustaba dirigirse al auditorio desde la mesa grande que había sobre el entarimado. Después, indicó que no era necesario tomar apuntes:

-Son asuntos de los que ya hemos hablado con anterioridad.

Volvió a insistir en que se trataba de tres postulados que quería que recordasen para que comprendieran mejor el sentido del trabajo a realizar y comenzó su discurso:

-Primer postulado. Desde el mismo instante en que venimos al mundo los seres humanos desarrollamos ciertas actitudes hacia las cosas que nos rodean.

El profesor advirtió que la mayoría había olvidado el significado de lo que acababa de expresar y se detuvo a explicarlo haciendo uso de un ejemplo.

-Pensemos en un recién nacido. ¿No es cierto que manifiesta actitudes hacia las cosas que tiene a su alrededor? En términos generales, cualquier bebé mostrará una actitud de agrado al oír la voz de su madre y una actitud de desagrado al oír sonidos estridentes. Del mismo modo, es fácil comprobar cómo mantendrá una actitud de acercamiento hacia los objetos de colores llamativos y una actitud de indiferencia o rechazo hacia los colores apagados.

El profesor volvió a fijarse en los rostros de los muchachos y dio por sentado que ahora sí le habían entendido. Entonces aprovechó para hacer una puntualización:

-Estas actitudes que desarrollamos al inicio de nuestra vida pueden permanecer inalteradas en el futuro o experimentar cambios. Así, el bebé del que hablamos, cuando se haga mayor, puede que ya no manifieste una actitud de indiferencia, sino de atracción hacia los tonos pastel, y que manifieste una actitud de rechazo hacia los tonos vivos. O puede que incluso haya pasado a tener una actitud de repulsa hacia la voz de su madre y una actitud de satisfacción al escuchar un solo de batería.

¿De qué dependen estos cambios de actitud? Dependen, fundamentalmente, de los estímulos o de las influencias que recibimos a lo largo de nuestra vida por parte de determinadas personas, como nuestros padres, educadores, amigos, etcétera, y por parte también de ciertas instituciones en el marco de nuestra tradición cultural como, por ejemplo, las que tienen que ver con la ciencia, el arte, la política o la religión.

Dicho esto, Andrés añadió que la cuestión de las influencias o de los procesos de aprendizaje a los que se nos somete para que desarrollemos unas actitudes y no otras, era un tema fascinante que quizás abordarían en otra ocasión; después prosiguió:

-Segundo postulado. Al desarrollar actitudes hacia los fenómenos u objetos que existen a nuestro alrededor, lo que estamos haciendo, a fin de cuentas, es otorgarles un valor o valorarlos.

En efecto, cuando mantenemos una actitud de admiración hacia algo, pongamos por caso una flor, lo que estamos haciendo es valorarla; positivamente, como es obvio. Y cuando ejercemos una actitud de repulsa hacia algo como por ejemplo una escopeta de cañones recortados, lo que hacemos,

al fin y al cabo, es también asignarle un valor; negativo esta vez.

-¿Y no puede ser que yo encuentre algo negativo en una flor y algo positivo en una de esas escopetas? -cuestionó Pedro.

-Desde luego que sí -respondió el profesor-. Tú puedes valorar negativamente una rosa porque te recuerda un desengaño amoroso que tuviste, y valorar positivamente una escopeta de cañones recortados porque te maravilla el funcionamiento de su mecanismo.

Los valores no son propiedades ni de los fenómenos ni de los objetos.

Y hablamos de fenómenos para referirnos a las cosas que se valoran pero que no son objetos, como una sonrisa, un estado de ánimo, una puesta de sol. Los valores no son algo que lleven en sí mismos los fenómenos o los objetos. Son algo que creamos las personas al relacionarnos con ellos.

Cada persona crea sus propios valores, y a veces concuerdan con los de otras personas y a veces no.

Al hilo de la intervención de su compañero, Jordi preguntó si todas nuestras

actitudes o valoraciones sólo pueden expresarse en términos de “esto me

resulta positivo” o “esto me resulta negativo”. Andrés contestó que no:

-Cierto es que todas nuestras actitudes o valoraciones tienen que ver o bien con consideraciones de tipo positivo o bien con consideraciones de tipo negativo, pero a la hora de valorar utilizamos términos muy diversos.

Para referirnos a nuestro estado de salud, por ejemplo, hemos creado valores como sano/enfermo, fuerte/débil, etcétera. Para referirnos a nuestras sensaciones tenemos valores como placentero/doloroso, agradable/ desagradable. Para expresar la disponibilidad de una cosa que podemos obtener a cambio de dinero, hemos inventado valores económicos como caro/barato, asequible/inasequible. Y asimismo hemos establecido la existencia de valores estéticos como bello/feo, valores científicos como verdadero/falso y valores religiosos como sagrado/profano.

Andrés simuló estar contando con los dedos y cuando hubo terminado lanzó una nueva pregunta:

-¿He expuesto todos los tipos de valores que hay o me he dejado alguno?

Nadie se atrevió a responder.

-¿Están todos?

-Faltan los valores morales -contestó alguien.

-¡Muy bien! -exclamó el profesor, y añadió:

Tercer postulado. Los seres humanos creamos valores morales.

¿Y qué son los valores morales? -volvió a interrogar.

-Son los valores que desarrollamos gracias a que somos seres morales – contestó Gema.

El hombre dijo estar de acuerdo con lo que acababa de afirmar la alumna

y avanzó un poco más en su explicación.

-Los valores morales son valores que utilizamos para referirnos a las acciones que realizamos las personas y que tienen consecuencias para nosotros mismos o para nuestros semejantes, y para referirnos a las personas que realizan dichas acciones. Así, por ejemplo, podemos utilizar el valor “buena” para referirnos a la acción que ha realizado una joven al ayudar a un anciano a cruzar la calle, o para referirnos a la joven en cuestión, claro está, por haber realizado semejante acción.

-¿Y matar a una hormiga se puede considerar como una acción “mala”?

-quiso saber Manolo.

Manolo era el mayor de los alumnos de su grupo. Casi todos le llamaban Choped, porque de niño los bocadillos que llevaba al colegio o que merendaba en el parque solían contener ese embutido. Había repetido tres veces. Pero desde que el pasado año se había enfrentado a dos chavales de otro instituto que hacían la vida imposible a Vicente, éste se había convertido en su amigo inseparable y no dejaba de ayudarle en los estudios, habiendo conseguido que en el último curso, por primera vez en su vida, no le quedaran asignaturas suspensas para septiembre.

-Primero habría que preguntarse si se trata de una acción deliberada o no.

-Supongamos que no.

-Pues entonces no podemos valorarla ni como “buena” ni como “mala”

-y el profesor ofreció el siguiente razonamiento:

Para poder otorgar valores a las acciones o a las personas que las llevan a cabo es necesario que esas acciones hayan sido ejecutadas con voluntariedad.

-Bueno, pues supongamos que he aplastado a la hormiga queriendo - continuó Manolo.

-Pues entonces, en segundo lugar, debes preguntarte si tu acción tendrá consecuencias para otras personas.

-¿Qué consecuencias va a tener? Yo creo que ninguna.

-¿Puedes estar completamente seguro?

Manolo afirmó que sí.

-Pues a mí me parece que con tu acción estás atentando contra la naturaleza.

Y atentar contra la naturaleza, sea en la medida que sea, tiene y tendrá consecuencias nefastas para los seres humanos.

El joven se quedó pensativo. Cristina aprovechó el momento para hacer una observación:

-Profe, los valores morales también se usan para caracterizar las cosas.

-A ver, ponme un ejemplo.

-Cuando digo que éste es un “buen” precio, o cuando digo que hoy hace un “buen” día...

-No, Cristina. Fíjate bien: cuando dices que algo tiene un “buen” precio no estás efectuando una valoración moral, sino económica. Lo que realmente pretendes significar es que el artículo con el precio asignado te parece barato o asequible. Y cuando dices que hoy hace un día “bueno” ocurre otro tanto: tu valoración no es moral, sino estética. Tu dictamen tiene como objetivo hacer referencia a la belleza que para tu gusto tiene el día de hoy.

Tampoco hubo réplica en esta ocasión.

-Bueno, hasta el momento lo que hemos hecho ha sido dar tres pasos para llegar a la afirmación de que el ser humano es un ser creador de valores morales -resumió el instructor-. Ahora quiero que nos planteemos dos cuestiones más. En cuanto lo hayamos hecho, habremos llegado al punto al que quería llegar para que entendáis por qué son tan interesantes los trabajos que vais a hacer.

Los jóvenes permanecían bastante atentos. Cuando Andrés callaba tan sólo se oía el murmullo de una o dos parejas sentadas atrás del todo. -Primera cuestión: ¿Son necesarios los valores morales? Con otras palabras: ¿Sirve para algo valorar las acciones de las personas, o a las personas que las ejecutan?

La mayoría de los asistentes se mostraron confusos al escuchar tales interrogantes. Tras percatarse de ello, Andrés planteó la cuestión con otras preguntas distintas:

-¿Sirve para algo la afirmación de que una acción como robar es mala y una acción como ayudar a los necesitados es buena? ¿Y la afirmación de que

Stalin fue una mala persona y la madre Teresa de Calcuta una buena mujer?

A través de gestos los chavales reconocieron que sí, que servían para algo.

-¿A ver, para qué sirven las valoraciones de carácter moral?

-Para indicarnos cómo debemos y cómo no debemos comportarnos

–dijo Jordi.

-¡Eso es! -exclamó el profesor, y añadió lo siguiente:

Los animales actúan siempre movidos por sus instintos. Una leona hambrienta, por ejemplo, no tiene que plantearse si es bueno o malo matar a su presa para comérsela. Su instinto la lleva directamente a matarla, comportándose así como le corresponde por naturaleza.

Pero los seres humanos somos diferentes. Aunque tengamos instintos como, por ejemplo, el instinto de supervivencia o el instinto sexual, estamos dotados de una facultad que no poseen los animales: la razón. Esta facultad tiene una capacidad superior a la de los instintos para determinar nuestro comportamiento.

En efecto, gracias a la razón los seres humanos no estamos obligados a realizar exclusivamente las acciones “ordenadas” por nuestros instintos.

Gracias a la razón podemos proponernos acciones alternativas. Así, bien puede ocurrir que una persona se vea incitada, instintivamente, a intentar tener una relación sexual con otra persona, y que su racionalidad evite que efectúe semejante acción y le inste a llevar a cabo otras como darse una ducha de agua fría o escribir una poesía.

Con todo, se trata de destacar el hecho de que, gracias a que tenemos razón, los seres humanos disponemos frecuentemente de varias opciones a la hora de actuar. Y al disponer de varias opciones, podemos elegir. Pero, ¿sabemos a ciencia cierta qué nos conviene elegir? La verdad es que no, al menos cuando se nos presenta un caso complicado. Pues bien, precisamente aquí es donde se descubre la importancia de las valoraciones y las normas morales: ¡son como guías u orientaciones que se nos ofrecen a modo de ayuda para realizar un determinado tipo de elecciones de gran trascendencia en nuestras vidas!

Nada más oír esto, Pablo sacudió su cabellera rizada, se remangó una vieja camiseta gris en la que figuraba escrita con letras de receta médica la palabra “muévete” –era la que más le gustaba llevar puesta de entre todas las que formaban parte de su colección de vestimentas con lemas reivindicativos levantó la mano.

A Pablo sus compañeros le llamaban Cero Siete, porque los dos últimos años se había encargado de organizar sendas acampadas de fin de semana a la entrada del instituto solicitando que el ayuntamiento destinara un 0’7 por ciento de su presupuesto para ayuda a los países subdesarrollados.

Al verle con la mano levantada, Andrés le pidió que hablase.

-Bien. Supongamos que una yonqui está embarazada y no sabe si tener a su hijo, porque tiene un sida muy chungo y además le han asegurado que el bebé también será portador del virus. Supongamos que busca ayuda en las valoraciones morales que se dan en estos casos y se encuentra con que las hay de dos tipos: unas que dicen que no está bien abortar, y otras que dicen que no sería bueno traer al mundo a una criatura en esas condiciones. La pregunta que yo me hago es ésta: ¿a cuál de los dos tipos de valoraciones debe hacer más caso?

-Es una pregunta muy buena -advirtió el hombre-. Al menos por dos razones. En primer lugar, porque nos presenta qué es eso que he llamado antes

“un caso complicado”: un caso en el que resulta realmente difícil llevar a cabo una elección. Después, porque nos muestra algo que también ha quedado apuntado:

el hecho de que en algunas elecciones o decisiones de carácter moral no

están en juego cosas triviales, sino cosas de muchísima importancia para nosotros.

Al hilo de esta última alegación, tras haber reflexionado unos instantes, el profesor quiso añadir algo más:

-...Podría decirse que a los seres humanos, en algunas decisiones de carácter moral, nos va la vida.

-Pero aún no ha respondido a mi pregunta: ¿cuál de las dos valoraciones con que se encuentra la chica es la que más le conviene tener en cuenta a la hora de realizar su elección?

-Es que esto que me planteas, querido Pablo, constituye, precisamente,

la segunda de esas dos cuestiones que he dicho que me gustaría que tratáramos para que entendáis mejor la importancia del trabajo que vais a elaborar.

Andrés pidió calma a quienes comenzaban a impacientarse y continuó:

-Ésta es la segunda cuestión: ¿cómo podemos conocer qué valoraciones son las que más nos conviene adoptar a la hora de tomar una decisión de carácter moral?

Nadie se animó a aventurar una contestación. Todos esperaron la que no tardó en presentarles su profesor:

-Por medio de la ética. Ésta y no otra es la respuesta que andábamos buscando.

Los muchachos asintieron mecánicamente con la cabeza.

-Normalmente se tiende a pensar que la ética es lo mismo que la moral. Pero lo cierto es que son cosas distintas. La moral es la capacidad que tenemos los seres humanos para efectuar valoraciones morales. La ética es una reflexión sobre la moral. En otros términos: La moral, tal y como ya se ha explicado, es algo que desarrollamos espontáneamente desde que nacemos cada vez que valoramos las acciones de las personas

(por las consecuencias que puedan tener para ellas mismas y para sus semejantes), o las personas que las realizan. La ética, en cambio, consiste en un estudio crítico o en un razonamiento en torno a la moral o, más concretamente, en torno a las valoraciones morales. Dicho con un ejemplo: la moral sería esa facultad que lleva a un individuo a afirmar que la esclavitud humana es una injusticia. La ética aparecería en el momento en que alguien que se ha dedicado a analizar ese fenómeno, enumera una serie de razones que avalan la mencionada afirmación, tales como que fomenta la desigualdad entre las personas o que vulnera los principales derechos humanos y demuestra, en última instancia, en qué medida tales razones están correctamente fundamentadas.

De este modo, la finalidad de la ética no es otra que ayudarnos a conseguir, individual y colectivamente, el bienestar, la felicidad.

Pablo había levantado nuevamente la mano, pero Andrés, imaginando cuál iba a ser su requerimiento, adelantó lo siguiente:

-Volviendo a tu pregunta, nos encontramos con que no hay una sola ética, sino muchas éticas o teorías éticas que pueden ayudar a la chica del ejemplo a tomar la decisión más conveniente.

-¿Y todas coincidirán a la hora de decirle lo que tiene que hacer?

-Lo cierto es que no.

-¡Pues, sí que son útiles entonces las teorías éticas!

-Si lo que buscamos es que todas las éticas coincidan en sus planteamientos y nos aporten la misma solución cada vez que nos preguntemos qué hemos de hacer, quedaremos defraudados. Pero es que lo más interesante de las teorías éticas estriba en lo contrario: en que cada una de ellas propone, a través de argumentos razonables, soluciones distintas.

En el ejemplo sometido a consideración, las teorías éticas aportarán a la chica una ayuda inestimable desde el momento en que le den a conocer cuáles son las razones que aconsejan la interrupción de su embarazo y cuáles son las que aconsejan que no lo haga. Porque una vez que tenga delante las razones de uno u otro tipo, podrá examinarlas, determinar después cuáles son más sólidas o coherentes, y obrar finalmente en consecuencia. Nunca podrá estar completamente segura de haber elegido con acierto. Pero nadie puede dudar de que el riesgo de equivocarse habría sido mayor si no se hubiera informado sobre los diversos juicios éticos que se proponen para situaciones como la suya.

Al llegar a este punto Andrés se detuvo, y con un gesto de satisfacción, comunicó a los chicos que ahora ya estaba en disposición de presentarles debidamente el trabajo que había que realizar.

-Mirad, se trata de un trabajo que tiene como objetivo, precisamente, que conozcáis los contenidos fundamentales de las teorías éticas de todos los tiempos.

¡Vamos a descubrir lo que los grandes pensadores han dicho razonadamente que debemos hacer y lo que no debemos hacer para alcanzar la felicidad! ¡Vamos a conseguir una llave que nos permitirá acceder al reino de la buena vida!

A los muchachos pareció gustarles la propuesta.

-Vamos a desarrollar una historia de la ética.

A la hora de abordar las diferentes teorías éticas que se han formulad a lo largo de todas las épocas, comenzaremos por las teorías que surgen en la Grecia del siglo V a. C. Como es natural, cabe que nos preguntemos si anteriormente, en lugares como La India, China o Egipto, no se planteó ninguna de estas teorías. La respuesta de los historiadores es que no. Según la mayoría, sólo se pueden considerar teorías éticas aquellos sistemas de ideas de carácter moral que tienen una base filosófica, es decir, que están racionalmente fundamentados.

Así pues, nos dedicaremos a las éticas de la cultura occidental.

En primer lugar, abordaremos las llamadas “éticas normativas”. Éstas constituyen el núcleo de la historia de la ética. De hecho, suele decirse que forman, en su conjunto, la ética clásica.

Después, nos ocuparemos muy brevemente de las “éticas críticas” o “metaéticas”. Éstas se presentan como reflexiones en torno a las teorías éticas. Prácticamente todas ellas se han originado en el siglo XX.

Dentro de las éticas normativas distinguiremos, por un lado, las “éticas teleológicas”, y por otro, las “éticas deontológicas”.

Generalizando bastante, cabe decir que las éticas teleológicas son todas las éticas habidas hasta el siglo XVIII. Su objetivo principal consiste en especificar cuál es el “telos” (fin) al que debemos dirigir nuestras acciones, y luego, proponer una serie de normas para alcanzarlo.

En el fondo, podría decirse que todas ellas consideran como fin último el ser feliz, si bien es cierto que algunas, las que se han dado en llamar

“éticas eudemonistas” (del griego “eudaimon”, que significa “buen espíritu”), tienden a basar la felicidad o la buena vida en el desarrollo de acciones que producen bienestar psíquico o espiritual, y otras, las denominadas

“hedonistas” (del griego “hedoné”, que significa “placer”), la hacen depender, más bien, de acciones que producen bienestar físico o sensaciones físicas agradables.

En cualquier caso, hay que advertir que esta clasificación no es del todo adecuada, ya que además de no hacerse eco de varios matices ciertamente interesantes, pasa por alto el hecho de que todas las éticas eudemonistas tienen algo de hedonistas, y viceversa: a nadie se le escapa que el bienestar psíquico produce bienestar físico, y que el bienestar físico produce bienestar psíquico.

En lo que respecta, por otro lado, a las éticas deontológicas, tenemos que su máximo interés no estriba en averiguar cuál es el fin al que han de tender nuestras acciones, ni en facilitar una serie de normas que nos ayuden a lograrlo, sino en fijar cuál es el principio que ha de regir siempre nuestra conducta. Y aquí nos encontramos con tres variantes: la ética de Kant, que afirma que el principio es respetar una ley universal establecida por la razón; las éticas neocontractualistas, que sostienen que el principio consiste en respetar ciertos derechos instituidos mediante un contrato; y las éticas discursivas o dialógicas, que defienden que el principio es respetar una serie de derechos consensuados a través del diálogo.

Mientras explicaba esto, Andrés había escrito un esquema en la pizarra.

Al terminarlo, rodeó con un círculo las palabras éticas teleológicas y anunció que todos los trabajos se realizarían sobre ellas.

-Las éticas teleológicas son, prácticamente en exclusiva, las teorías éticas expuestas hasta hace un par de siglos. Son las más interesantes para nosotros, porque resultan fáciles de entender y porque se centran en la cuestión de lo que debemos hacer para lograr la felicidad.

¿Quiénes son los autores de las más representativas de ellas?

Se oyeron diferentes nombres, unos más acertados que otros, a modo de respuesta.

Tere aprovechó para preguntar si podían hacer los trabajos en grupos de dos o tres. Andrés contestó que no tenía inconveniente, siempre y cuando la calidad del trabajo fuera proporcional al número de participantes en su realización.

Después, acudió de nuevo al encerado para escribir esto:



Los sofistas y Sócrates.,Platón.,Aristóteles.,Estoicismo y Epicureismo.

El cristianismo.,Spinoza y Hume.,El Utilitarismo.,Nietzsche.

Cuando todos hubieron copiado la lista, Andrés pidió que para la próxima clase tuvieran decidido sobre qué autor o teoría iban a trabajar. Luego,

Jordi quiso saber de cuánto tiempo disponían para realizar la labor.

-Sería bueno que me entregarais los escritos en el plazo de una semana, esto es, para el próximo jueves o, lo más tarde, para el viernes que viene.

No faltaron las mismas quejas que se dejaban escuchar cada vez que un profesor ponía fecha para la entrega de un ejercicio.

-Veréis, es que tengo la intención de elaborar una especie de cuadernillo con vuestras aportaciones para ir leyéndolo en las clases que restan hasta acabar el curso. Así, todos conoceréis cuáles son los demás “caminos de la felicidad”.

A los muchachos no les pareció una mala idea.

-Hasta que estén hechos los trabajos, aprovecharé una clase para hablaros de la relación que existe entre la ética y la política; luego, dedicaré otras dos para hablaros de las éticas normativas (con dedicación especial a la ética de Inmanuel Kant) y de las éticas críticas o metaéticas: el intuicionismo, el emotivismo, el prescriptivismo y el descriptivismo. Estas también irán incluidas en el cuadernillo. De este modo, espero que al final tengamos una idea bastante completa sobre la ética.

Tras decir esto, Andrés preguntó si alguien tenía alguna duda. Ante la callada por respuesta dio por concluida la clase y se despidió de todos con su acostumbrado “que os vaya bien”.

miércoles, 4 de mayo de 2011

HONRAR A PADRE Y MADRE, FERNANDO SAVATER. DECIMO RELI



Dialogo de Savater con Dios.
Ordenaste «honrar a padre y madre». Creo que toda persona bien nacida tiende a amar a sus padres de forma casi espontánea. De la misma manera que los padres aman a sus hijos.
Los padres son vistos por sus hijos como la puerta de entrada al mundo. Honrar a los padres es una buena idea, pero puede dar lugar a malos entendidos. Muchas veces, esos padres creen que honrarlos significa que su autoridad debe ser indiscutible; que hay que obedecerlos deforma ciega y cumplir con todos sus caprichos. A veces llegan a exigir a sus hijos que lleven la vida que ellos hubieran querido tener y no pudieron. Así los transforman en una especie de prolongación de sus deseos y de sus sueños.
Pese a tus exigencias, esta justa idea de honrar a los padres ha tenido, en ocasiones, consecuencias muy negativas. Yo no sé si tú habrás ido mucho al cine, pero, si eres aficionado al séptimo arte, recordarás una película excelente de Alfred Hitchcock que se llama Psicosis. Allí se muestran con toda contundencia los problemas que le pueden generar a un pobre chico el excesivo amor por su madre. De modo que, aunque no voy a negarte que la idea es buena, creo que, como todas, hay que matizarla.
Ten en cuenta que hoy la situación en el mundo es muy distinta de la que existía cuando tú estableciste este mandamiento. Pareciera que esto de honrar a los mayores está en desuso. Por si no lo sabes, en la actualidad el mundo de la compraventa se basa precisamente en los deseos juveniles. Ahora lo importante son los jóvenes porque son los que consumen. Mira... tiene tanta entidad ser joven, que es casi una obligación. Incluso, muchos padres y madres prefieren que los confundan con sus hijos, que los tomen por sus hermanos mayores. No me mires tan sorprendido... ya sé que en los tiempos en que entregabas leyes en el monte Sinaí los ancianos eran los más venerados, pero ahora todo ha cambiado. Nadie quiere ser padre, porque es algo que envejece en exceso. Todos quieren mantenerse jóvenes eternamente. Hoy se considera que perder la juventud es una enfermedad atroz. Así, nos encontramos en presencia de otro mandamiento que los hechos y costumbres de la gente cuestionan todos los días.
La protección paterna
Luis de Sebastián explica las razones de los hebreos cuando dispusieron el cuarto mandamiento: «Moisés estaba tratando de formar un pueblo homogéneo y unido, y vio claramente que la familia era un elemento básico del orden social. La autoridad paterna era el vínculo que ligaba a los individuos a la autoridad política y religiosa que daba unidad a la masa de individuos. Honrar a los padres es básicamente reconocer su autoridad sobre los hijos, reconocer que nuestros padres pueden mandarnos y aceptar nuestra obligación de obedecerlos».
Sin embargo, para el escritor Martín Caparros hay algunas cuestiones de este cuarto mandamiento que le llaman la atención: «Es un poco extraño, porque honrar a tu padre y a tu madre es algo que te ocurre naturalmente. El hecho de que exista un mandamiento que te ordene hacerlo da, de alguna manera, la pauta de que no se les ocurría, y que no serían muy amables con el papá y la mamá. Creo que se trataba de gente un poco rara. Lo que está claro es que el establecimiento del linaje y la transmisión de la propiedad necesitaban de una familia bien constituida, algo que posiblemente no estaba muy sólido cuando este muchacho, Moisés, bajó de la montaña con un par de piedras mal talladas. Supongo que los mandamientos hablan de las carencias, de aquello que mucha gente no quiere hacer por sí misma, y el hecho de que estos ancestros no estuvieran dispuestos a honrar a su padre y a su madre me da la sensación de que no hay nada nuevo bajo el sol. Es bastante habitual escuchar: "Ustedes no respetan a los mayores". Me lo decían a mí mis padres y ahora se lo siguen diciendo a los hijos».
A lo largo de nuestra infancia estamos protegidos por la figura de nuestros padres. Ellos se interponen entre nosotros y las responsabilidades; entre nosotros y los problemas, entre nosotros y las necesidades de la vida y la propia muerte. Los padres nos sirven como muralla a cuyo abrigo vamos creciendo.
Pero llega un momento en el que los padres comienzan a disminuir en su tamaño protector, hasta que desaparecen.
Autoridad y libertad
Una de las características de la paternidad es la subordinación de los hijos, que es la contrapartida de la responsabilidad que tiene el padre, el representar de alguna forma la autoridad.
Esta palabra no debe confundirse con autoritarismo ni con tiranía. «Autoridad» viene del término latino auctor, que significa «lo que hace crecer, lo que ayuda a crecer». Por lo tanto, se define como aquello que ayuda a crecer bien. Es precisamente lo contrario a la tiranía, porque el interés del tirano es mantener en una infancia perpetua a aquellos a los que quiere someter. La verdadera libertad es la que proporciona al hijo los elementos para alcanzarla.
La educación es básica en el desarrollo de la libertad. Pero éste es un tema que encierra un drama. Quien educa, padre o maestro, lo hace para que el educado se vaya, se autonomice. Pero hay una lucha interna, porque uno quisiera retener al educado, ser imprescindible. Entonces tal vez diga: «Bueno... voy a educarle un poco peor para que sea dependiente y no pueda irse de mi lado». Por lo tanto, el éxito de educar bien significa quedarse solo.







El honrar según las épocas
Honrarás a padre y madre, pero ¿honrarás igual al padre que a la madre? Esto se vio condicionado por las distintas épocas. A lo largo de los siglos ha habido períodos patriarcales, en los que se honraba al padre por encima de todas las cosas y la madre ocupaba un lugar marginal. Pero también existieron momentos y grupos humanos que funcionaban alrededor del matriarcado, donde la madre era la figura fundamental y el padre un personaje secundario. Sobre este particular Emilio Corbiére tiene su visión: «El mundo ha vivido el matriarcado y el patriarcado como formas de dominación. Hay también una cuestión jerárquica. Yo creo que los hijos deben sublevarse contra los padres en algún momento en tanto en cuanto sean solidarios unos con otros. Eso lo explica la moderna pedagogía y el psicoanálisis. Un cambio generacional es como una carrera donde la generación más vieja le entrega la llama deportiva a la nueva. Pero debe haber una actitud solidaria en el concepto de este mandamiento, y no creo que haya sido así, por lo menos en el cuadro de época en la que se escribió, sino que se basa en una cuestión de autoridad, porque la ley mosaica es fundamentalmente autoritaria».
El mundo de los huérfanos
Es imposible pensar en la obligación de honrar padre y madre, si tal obligación no está acompañada del derecho a tenerlos, a saber quiénes son, a identificarlos como tales.
En la actualidad, la ciencia, a través de la inseminación artificial, le permite tener hijos a aquellas parejas que por algún impedimento natural no los pueden concebir. Pero esta herramienta se está desvirtuando. Personas sin pareja, una mujer sola, dos mujeres o dos hombres pueden decidir programar un hijo, al que ya lo dejan de antemano sin padre o sin madre. Estamos frente a una idea que considera que los padres son fenómenos culturales de los cuales se puede prescindir. Frente a estas situaciones, tengo otra lectura de este mandamiento: existe el derecho a tener padre y madre, el derecho a contar con una filiación.
Los avatares históricos pueden privarlo a uno del padre o de la madre, pueden hacer que uno tenga padres adoptivos. Lo que no hay que hacer es programar huérfanos. No hay derecho a que se prepare el nacimiento de un ser que va a carecer de padre o de madre, como si éstos fueran simples aditamentos superfluos.
Yo creo que nuestro origen simbólico de una doble filiación masculina y femenina, y del apasionamiento de esa doble filiación, nos crea un imaginario, que nadie tiene derecho a pasar por alto. Por lo tanto insisto: estamos frente a un mandamiento que requiere de un complemento imprescindible: la obligación de honrar a padre y madre trae aparejado el derecho de tener un padre y una madre a quienes honrar.



La juventud, un valor en sí mismo
Durante siglos, los ancianos han sido portadores de uno de los grandes beneficios sociales: la experiencia. Eran el registro viviente de aquello que se podía y debía hacer en cada una de las circunstancias. En tribus que no tenían escritura, las personas con experiencia eran las del buen consejo, las que habían pasado por distintas circunstancias y por lo tanto se consideraba que ellas sabían qué se debía hacer y qué se debía evitar.
La creación de la escritura dio a los conocimientos, recuerdos y leyendas un sustento más sólido que el de la memoria individual. Pero la experiencia de vida de los mayores, su madurez y su sosiego ante los apresuramientos y las pasiones determinó que las comunidades siguieran confiando en sus consejos, lo que los convertía en líderes.
En la antigüedad éste era el gran tema, relacionado a su vez directamente con el concepto del mando. La lógica primitiva consideraba que los padres de los padres de los padres debieron de ser aún más fuertes y sabios que los padres actuales; casi parientes y colegas de los dioses. Lo que aquéllos habían considerado bueno, porque se lo había revelado alguna divinidad, no podían discutirlo los individuos del presente, mucho más frágiles y simples humanos.
En este sentido, José María Blázquez explica que «en todas las culturas del mundo antiguo, era obligación respetar al padre y a la madre. Lo que hizo en este caso el legislador hebreo, Moisés, fue darle un carácter religioso a la norma. A partir de ese momento era el propio Dios  el que ordenaba respetar a los padres. Pero el mandamiento abarcaba también a los abuelos, los tíos carnales, los tíos lejanos, etcétera. Honrar significaba socorrerlos en caso de necesidad, enfermedad, vivir con ellos si no podían hacerlo solos. El cuarto mandamiento, honrar a padre y madre, siempre tuvo un carácter social y económico».
Sin embargo, en nuestra época, cada vez se da menos importancia a la experiencia, que hasta incluso se convierte en un obstáculo. En el mundo laboral, alguien que nunca haya manejado una máquina de nueva generación aprende a dominar mejor un aparato recién inventado que aquel que conoce modelos anteriores y que tarda más en acostumbrarse a su uso. Además, la persona sin experiencia alguna en el trabajo es más fácil de manejar, ya que es menos consciente de sus derechos. En cambio, quien tiene cierta edad sabe lo que le corresponde y crea conflictos a sus patrones ya que no se deja manipular con tanta facilidad. Por lo tanto, la gente con más trayectoria no es la más buscada ni la más aceptada.
Para el poeta y sacerdote Hugo Mujica,12 «nuestra cultura desprecia al anciano porque además desprecia la sabiduría; no es una cultura de vida, sino de funcionamiento. La sabiduría es el saber vivir, y el funcionar es técnico, y lo que se respetaba del anciano en la antigüedad era su memoria de sabiduría».
Ser joven se ha convertido en un valor en sí mismo. Hay una tendencia a considerar enfermo todo lo que tiene algunos años de más. Conocemos los valores de la juventud: fuerza, belleza, agilidad, espontaneidad. No se consideran atributos la madurez ni la ancianidad, ni se tiene una valoración positiva de esta etapa de la vida.
Es así como las personas mayores van perdiendo importancia, como cuenta la célebre novela de Adolfo Bioy Casares, El diario de la guerra del cerdo, y poco a poco se las va arrinconando y destruyendo. Estamos ante el riesgo de ir hacia una juvenilización permanente de la sociedad.
De cualquier manera, este cuarto mandamiento tiene sus propios límites. El rabino Isaac Sacca explica que «si la obediencia y el respeto a los padres implica un perjuicio para mí como ente físico o espiritual, yo no tengo la obligación de respetar a mis padres. Uno debe honrar, pero no debe vivir en función de sus padres, no debe ser esclavo de ellos. Honrar, como explica el Talmud, significa alimentarlos en su ancianidad, no ocupar el lugar de ellos en la vida, hablarles de una forma respetuosa, pero no quiere decir que uno debe aceptar la carrera que el padre elija o la esposa que ellos prefieran».
En este aspecto, Luis de Sebastián agrega que padres e hijos tienen la obligación compartida de mantener la familia. «Muchos padres están dispuestos a aceptar estas responsabilidades, pero exigen a cambio un fuerte tributo. Exigen a sus hijos una sumisión total y una obediencia ciega. Los padres no son propietarios de los hijos, ni los hijos son sus súbditos o siervos. La base de la relación, parece necesario recordarlo, es el amor que genera mutua comprensión, mutuo respeto, tolerancia y adaptación. »
Como contrapartida De Sebastián indica que «después de la hora de la convivencia llega la hora del agradecimiento y de la retribución. Las determinaciones biológicas se invierten. Los hijos son más fuertes y los padres los débiles... ».
Publicidad: la forma de seducir a los jóvenes
Si comparamos la publicidad de hace cincuenta años con la actual, una de las primeras cosas que salta a la vista es que antes los anuncios estaban dirigidos a personas de edad mediana o entradas en años.
Poco a poco la publicidad se vio invadida por la presencia de los jóvenes y la venta de cosas que refuerzan aún más esta etapa de la vida: productos de belleza, ropa, bebidas, automóviles, etcétera. ¿Por qué este cambio? Porque cada vez con menos edad las personas tienen capacidad de gastar mucho, antes que otras generaciones. Hoy poseen tal posibilidad de consumo que hace que los publicistas se dirijan a ellos casi en forma exclusiva.
Los jóvenes conforman un mercado más abierto, prometedor y duradero, un mercado con más futuro y también más ingenuo. Hay pocos anuncios en los que aparezca gente mayor. Incluso cuando se ven, están maquillados y transformados en jóvenes postizos. Esto quiere decir que lo que debe hacer un viejo es vivir disfrazado comportándose como un joven el mayor tiempo. La regla que se impone es que la gente mayor no debe vivir de acuerdo a la edad que tiene y están excluidas del ideario publicitario. Voltaire daba el consejo contrario. Decía que, si uno no tiene las virtudes de su edad, seguro que tendrá siempre todos los vicios. Así pues, uno debería tener, o al menos intentarlo, las virtudes y capacidades de su edad. Voltaire no estaría muy contento hoy en día cuando lo que se potencia es que seamos verdaderos y falsos jóvenes, sin salir nunca de esa órbita consumista y hedonista.
La violencia deshonra a padre y madre por igual
Uno de los aspectos más terribles de la historia contemporánea es la inmensa cantidad de familias destrozadas y separadas por guerras, dictaduras y persecuciones de todo tipo. Hablamos de honrar a padre y madre, pero a veces hay que encontrarlos, ya que han sido arrebatados por la crueldad de personas que se comportan como fieras hacia otros seres humanos.
Tal vez uno de los ejemplos más claros en este sentido fue la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983. El resultado de esa barbarie, entre otros, es la gran cantidad de personas que luchan por reconstruir el vínculo familiar. Uno de los grupos es el de las Abuelas de Plaza de Mayo, que buscan encontrar a sus nietos para, a través de ellos, recuperar de algún modo a sus hijos perdidos. La entidad está presidida por Estela de Carlotto, quien sufrió la desaparición de su hija embarazada. Aunque no ha podido dar con su nieto, su lucha le permitió reintegrar a más de sesenta hijos de desaparecidos. Así pudieron recrear un nuevo vínculo afectivo familiar, aquella memoria común que la dictadura deshizo.
Según la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, el sentido de la familia se basa «en el ejemplo que recibí de mis padres, lo que me permitió después devolverlo a ellos. Honrarás a padre y madre fue para mí la repetición de los ejemplos que me dieron. Aprendí que hay que hacer el bien, criar a los hijos en libertad, ser solidario, perdonar, convivir, que hay que entender y sobre todo que hay que amar».
El contrasentido a esta adoración de la juventud, es que nuestras sociedades desarrolladas, plutocráticas, cada vez tienen menos hijos. Estamos ante un fenómeno de envejecimiento de la población. Nacen pocos niños y eso crea una serie de descompensaciones sociales.
Uno de los temas importantes de la relación social es el del trato con los ancianos en las instituciones geriátricas. No todos llegan a ese momento de la vida en el mismo estado, capacidad, lucidez y autonomía de movimientos. Por lo tanto, hay ocasiones en las que se vuelve imprescindible que estén atendidos en una institución donde reciban determinados tipos de cuidados.
Sobre este tema el padre Busso discrepa y dice que «el anciano ya no tiene lugar en la vida familiar. Hemos creado un sistema perverso que son los geriátricos de pago. El anciano forma parte de la familia. El abuelo no es un agregado, y por lo tanto tiene mucho que hacer y mucho que decir. Creo que, si se tiene que pagar para que otro cuide a su padre pudiéndolo hacer el mismo hijo, es realmente una perversión de los fines. Es cierto que la vida contemporánea es muy compleja, que todo el mundo trabaja fuera de casa. Pero si hay dinero para pagar un geriátrico, también lo hay para contratar a una persona para que atienda al anciano en la propia casa. En el hogar de los pobres los ancianos siempre tienen su lugar».
Este es un tema polémico, porque en algunos casos hay quienes piensan de forma parecida a Busso: que dejar a los parientes en los geriátricos es una forma de egoísmo de los más jóvenes y que se debe plantear la posibilidad de que la familia se ocupe de cuidar al anciano. Pero la unidad familiar ha variado mucho. Antes se contaba con la mujer sacrificada y esclavizada dentro de la casa, dedicada a hacer de enfermera, cuidar niños y abuelos. Carecía de una vida autónoma, y no tenía gran incidencia en el mundo del trabajo. Hoy todas estas circunstancias han cambiado. Trabajan, tienen autonomía y no están en el hogar para poder cumplir como antaño las funciones asistenciales, que antes eran tan necesarias. Como consecuencia de ello, se produjo un vacío en lo referente al trato de los mayores en el marco de la familia.
Honrar a padre y madre implica el análisis de la relación entre los padres y los hijos. Pero va mucho más allá, porque involucra la educación, la preparación del hombre para la libertad. Es un mandamiento que contempla las formas de respeto hacia los mayores, pero también la ruptura de estereotipos y rutinas. Esta cuarta ley de Dios nos hace interrogarnos acerca de cómo aprovechar la experiencia de la ancianidad, que en nuestro tiempo está siendo desplazada por una adoración comercial de la juventud. Se centra en el tratamiento de nuestros mayores desde el punto de vista social y también, en ocasiones, en cómo buscar la reconstrucción de esas familias deshechas por la violencia, la guerra y las dictaduras.
TALLER
1. En el tiempo del Monte Sinaí quienes eran los sabios?
2. Qué significa autoridad y qué autoritarismo?
3. Explica lo que es el patriarcado y el matriarcado
4. Explica qué es un cambio generacional?
5. Te parece bien que personas sin pareja, una mujer sola, dos mujeres o dos hombres pueden decidir programar un hijo, al que ya lo dejan de antemano sin padre o sin madre? Argumenta tu respuesta.
6. Qué significa entonces honrar a padre y madre?
7. Qué es ser sabio?
8. Por qué crees tu que la publicidad está dirigida a los jóvenes?
9. Voltaire decía que, si uno no tiene las virtudes de su edad, seguro que tendrá siempre todos los vicios. Explica
10.  Cuál es la relación en nuestras sociedades entre los jóvenes, las personas maduras y los ancianos?
11. Cuál es el trato que damos a quienes forman parte del eufemismo llamado «tercera edad»?
Qué hacemos con las personas que ya no se encuentran en el orden productivo, con quienes representan la memoria, la tradición y que a veces constituyen un obstáculo para ciertas renovaciones?
12. Cuál es el papel de la gente venerable en la sociedad actual?

Los padres son dos elementos básicos de la biografía individual
Con aprecio, 3sm3r4ld4

AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS, FERNANDO SAVATER. UNDECIMO RELI



Amarás a Dios sobre todas las cosas
Diálogo del filósofo con el Señor
Nos mandaste amarte sobre todas las cosas. Me pregunto y te pregunto: ¿tanta necesidad tienes de que te amen? ¿No es un poco exagerado? ¿No delata una especie de zozobra, de inquietud extraña? Sí... sí... ya sé que eres un dios celoso, que no acepta ningún tipo de competencia. Pero quiero que entiendas que no eres muy original. Esto que te sucede le pasa prácticamente a todos los dioses. Estoy viendo que en ese aspecto sois todos bastante parecidos: excluyentes y posesivos. Siempre queréis todo el amor para vosotros. Se os ve un poco inseguros de vosotros mismos y necesitados de que los demás estemos siempre refrendando vuestra superioridad sobre el cosmos y el mundo. Mira... ni siquiera ése es nuestro problema. Nuestra verdadera dificultad son tus representantes, porque normalmente no te diriges a los hombres deforma directa. Aquellos que hablan en tu nombre son un verdadero dolor de cabeza. Siempre nos sugieren y ordenan lo que tenemos que hacer de acuerdo con su nivel de poder.
Aquí estamos frente al primer mandamiento, algo inmodificable según tus leyes: Amarás a Dios sobre todas las cosas, y no se hable más.
Pero vivimos en el siglo XXI, discutiendo tus leyes... no pongas mala cara si ahora, mal que te pese, te cuestionamos... son los tiempos que corren.
De los dioses concretos al abstracto
El primer mandamiento es el más religioso de todos, porque mientras que los demás se relacionan con cuestiones de comportamiento social y de grupo, éste plantea una exigencia que la divinidad le demanda al individuo.
Así, un profeta anónimo le hace decir a Yahvé: «Yo soy el primero y el último; fuera de mí no existe ningún dios»; «Antes de mí ningún dios había, y ninguno habrá después de mí»; «Yo soy Yahvé y fuera de mí ningún dios existe»; «Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos vacíos». Frente a estas formas de definirse no podemos negar que, por lo menos, se trata de alguien con una autoestima superlativa y, sin exagerar, digna de un dios.
Debo admitir que, como no soy creyente, me resultaría muy difícil amarle, y que, incluso aunque creyera, me costaría describir bien la relación que podría mantener con un ser infinito, inmortal, invulnerable y eterno. Personalmente entiendo el amor como el deseo casi desesperado de que alguien perdure, a pesar de sus deficiencias y de su vulnerabilidad. Por eso sólo puedo amar a seres mortales.
La inmortalidad me merece respeto, agobio, pero no me merece amor. Por otra parte, nunca he sabido muy bien qué se entiende por esa palabra misteriosa que otros manejan con tanta facilidad: Dios.
Hay un libro de Umberto Eco y el cardenal Cario Maria Martini en el que discuten sobre estas cuestiones. Su título es En qué creen los que no creen1. A quienes no creemos nos es muy fácil explicar en qué creemos. Lo que me resulta misterioso es saber en qué creen los que creen y, sinceramente, por más que los he escuchado nunca he entendido a qué se refieren.
Sin embargo, los no creyentes creemos en algo: en el valor de la vida, de la libertad y de la dignidad, y en que el goce de los hombres está en manos de éstos y de nadie más. Son los hombres quienes deben afrontar con lucidez y determinación su condición de soledad trágica, pues es esa inestabilidad la que da paso a la creación y a la libertad. Los emisarios y los administradores de Dios personifican en realidad lo más bajo de una conciencia crítica e ilustrada: el fanatismo o la hipocresía, la negación del cuerpo y la apología del poder jerárquico en su raíz misma.
Un dios abstracto, ¡qué gran novedad! Unos dos mil años antes de Cristo, los dioses siempre habían sido animales, o árboles, o ríos, o piedras, o mares. Habían tenido un cuerpo, habían sido dioses visibles. Precisamente las divinidades eran fenómenos que podían verse. Entonces apareció un ser abstracto, hecho de pura alma y se produjo una verdadera revolución.
Los romanos admitían que cada cual podía tener sus divinidades, porque ellos creían que los dioses de todos los pueblos eran tolerantes entre sí. Por esta razón, fue paradójico que acusaran de ateos a los primeros cristianos, aunque veremos que esta manera de razonar tenía su lógica. Los romanos veían que los cristianos rechazaban a todos los dioses existentes. Resultaba una actitud incomprensible y sectaria, ya que había una gran variedad. Se les ofrecían los de Oriente, los de Occidente, los de forma animal, los de forma vegetal. Pero no había nada que hacer: los cristianos los rechazaban a todos. No querían saber nada con el culto al Emperador, ni con los encarnados en las glorias de cada una de las ciudades. Por tal motivo, los seguidores de ese dios, que no se veía en ninguna parte, que era la nada, fueron tachados de ateos por los paganos de Roma.
Los cristianos traían consigo el legado judío. La idea del monoteísmo, de un dios único, excluyente, infinito, abstracto e invisible, era lo normal para ellos, pero resultó de verdad sorprendente y revolucionario para el resto.
Pero esa concepción religiosa ¿fue un retroceso o un avance en el desarrollo espiritual de la humanidad? En cierto sentido la podríamos calificar de positiva porque significó un paso hacia una mayor universalidad, hacia una mayor abstracción conceptual, El dios se convirtió en un concepto, en una idea. Dejó de ser cosa, ídolo. Los dioses anteriores estaban siempre ligados a realidades concretas: la naturaleza, la ciudad, la vida. Entonces surgió un dios que no conocía la naturaleza porque estaba por encima de ella y además era su dueño. Ignoraba las ciudades porque vivía en todas y en ninguna, pero además en el desierto y también en una zarza ardiente. ¿Ese dios supuso un progreso respecto a los otros, o más bien fue una especie de recaída hacia algo más primitivo y atávico? Porque, si bien significó una ganancia en universalidad, amplitud y espiritualidad, también fue una pérdida en lo que se refiere a la relación de los hombres con lo natural, con el mundo, con lo que podemos celebrar de la vida concreta y material.
Por ejemplo, para el escritor y filósofo Marcos Aguinis2 «el monoteísmo ha sido un avance prodigioso de la humanidad hacia niveles de abstracción que no existían hasta ese momento. Fue pasar del pensamiento concreto al abstracto, con un ser que no podía ser representado y además era único. Pero, por ser único, contenía algo muy peligroso: era un dios celoso que no aceptaba competencias. De manera que el monoteísmo significó dos cosas contrapuestas: una muy positiva que era un progreso espiritual y otra muy negativa que fue el progreso de la intolerancia».
El monoteísmo también obsesionó a Sigmund Freud al final de su vida. En 1938 el padre del psicoanálisis huía de los nazis que avanzaban sobre Europa continental, y encontró refugio en Inglaterra. Allí terminó de dar forma a su teoría según la cual Moisés no fue judío sino egipcio. Para Freud se trataba de un hombre que perteneció a una familia noble, y que difundió entre los israelitas —casi 1. 400 años antes de Cristo— las creencias de Akenatón, el faraón creador del primer culto monoteísta conocido: el de Atón, el Dios Sol. Esta idea fue desterrada por la rebelión que encabezaron en su contra los sacerdotes responsables del antiguo politeísmo, y que tenía como principal figura al Dios Anión. Por lo tanto, según esta teoría, Yahvé no sería más que el nuevo nombre que tomó Atón para transformarse en el dios judío.
Aunque el dato pueda sentar mal a quienes consideran que las cosas son inamovibles desde un principio, lo cierto es que los israelitas no siempre fueron monoteístas. El teólogo Ariel Álvarez Valdez3 es contundente cuando asegura que los israelitas eran en realidad monólatras, es decir, creían que existían muchos dioses, aunque ellos adoraban sólo a uno.
Pero todo cambió después de uno de los hechos más traumáticos por los que pasó el pueblo judío: la invasión de los babilonios a las órdenes del legendario Nabucodonosor, quien, en 437 a. C, y no contento con derrotarlos y tomar Jerusalén, llevó a todos sus habitantes como esclavos a Babilonia. Los judíos quedaron deslumbrados por la magnificencia y el lujo de la capital de sus vencedores. Se preguntaron cómo podía ser que ellos, que se consideraban tan bien cuidados por Yahvé, nunca hubieran conocido semejante nivel de vida.
Pero en lugar de renegar de su dios, los cautivos llegaron a una conclusión que les sirvió para sentirse bien con ellos mismos: el dios de los Babilonios no existía, como tampoco existía ningún otro. Yahvé era el creador de todo, incluso de la belleza y el poder de Babilonia. De esta manera convirtieron la tristeza del forzado exilio en el orgullo de adorar al único dios vivo y verdadero.
Otra prueba de que los judíos no eran monoteístas antes de su cautividad en Babilonia es que la traducción literal de la fórmula del primer mandamiento es «No tendrás otros dioses frente a mí», lo que implicaba la aceptación de otros dioses aunque sólo se venerase a Yahvé.
Para el estudioso de los diez mandamientos, Luis de Sebastián,4 «el primer mandamiento es el mandamiento del amor. Primero, negativamente, porque no hay que amarse a uno mismo sobre todas las cosas, y segundo, positivamente, porque hay que amar a los demás, a todos con quienes tenemos que ver de cualquier manera que sea, todo dentro de un orden de proximidades y responsabilidades que empieza en casa: con uno mismo, con su persona, su familia, sus vecinos, amigos, compañeros, y que se extiende, si es verdadero amor, con alas de águila a todos los rincones donde la vida nos lleve».
Según De Sebastián, el primer mandamiento «simboliza el pacto de la conveniencia, del mutuo beneficio, en el que se basa la democracia. Así todos sacan provecho de lo que se hace en la polis, a cambio del respeto a las leyes».
Sin embargo, la realidad es que la gente define las cosas de acuerdo al lugar donde se encuentra. El amor por algo o por alguien puede tener una contrapartida siempre alejada de la indiferencia: desamor u odio hacia quien no piensa igual o no corresponde a esos sentimientos.
Entonces, el amor a lo infinito, a lo inabarcable ¿es incluyente o excluyente? ¿Se ama también a los que no veneran a ningún dios? Hay una expresión medieval que habla del odium teologicum, del odio que se tienen los teólogos entre sí. Poseídos por el infinito, en ocasiones, en vez de incluir a todos los demás en su amor, los excluyen. Ésta es una de las paradojas del amor monoteísta, del amor a un dios único.
Amo a todas las religiones, pero estoy enamorada de la mía.
Madre Teresa de Calcuta
¿Es posible que quien ama a un dios único, infinito, absoluto, ame o simlemente acepte otras religiones y a otros dioses? ¿También es susceptible de amor aquel que no cree en ninguna religión o divinidad?
En un hermoso cuento Jorge Luis Borges narra la historia de Aureliano y Juan de Panomia, dos teólogos que durante toda su existencia se persiguen y se censuran el uno al otro hasta que, cuando mueren, Dios les revela que para él ambos son una sola persona, un solo ser. En cierta medida, la lección última sería que esos teólogos que rivalizan, esas religiones que se excluyen y se persiguen, vistos desde una altura lo suficientemente elevada, no sean más que la misma cosa. Una misma verdad o un mismo error.
La tolerancia: esa debilidad de las religiones
Es sabido que las religiones han sido fuente de animadversión, de persecución, de intolerancias, de guerras y de crímenes. A lo largo de los siglos los llamados representantes de los dioses sobre la tierra, es decir los hombres, han encontrado motivo de discordia echándose culpa unos a otros sobre reales o supuestas ofensas a sus respectivos dioses.
También podemos decir que las religiones fueron causa de una serie de gestos generosos y valientes. Pero ¿por qué las religiones han sido incompatibles unas con otras? Todos los hombres de religión predican palabras hermosas de aceptación a los demás, pero pocas veces sus actos tienen que ver con su prédica. El ejemplo del catolicismo es evidente: las religiones se hacen tolerantes cuando se debilitan, cuando pierden poder terrenal. Mientras controlan los hilos de la política y la economía y tienen un brazo secular para poder hacer cumplir sus preceptos, rara vez dan muestras de tolerancia. Este sentimiento aparece cuando los que controlan la práctica de una creencia tienen que ser aceptados, no cuando tienen que aceptar. Éste es un fenómeno que ocurre en casi todas las religiones.
Uno de los ejemplos más claros fueron las Cruzadas. A fines del siglo xi, Venecia, Génova y Pisa querían recuperar el control del comercio con Oriente. El problema eran los turcos, quienes controlaban los pasos marítimos y terrestres hacia los lugares santos y, en especial, hacia los centros de comercio más importantes. Allí se conjugaron intereses mercantiles con los políticos del papa Urbano II, cuyo objetivo era controlar a toda la cristiandad mediante la dominación de la ciudad de Constantinopla, que se había separado de su autoridad en el año 1054. Urbano también estaba obsesionado con los emperadores germanos, quienes se movían con gran autarquía en materia religiosa. Así, como tapadera de este cúmulo de intereses, el Papa golpeó en el corazón de la cristiandad europea y, con la magnífica excusa de recuperar los lugares sagrados de Oriente y proteger a los cristianos de esas zonas, promovió la Primera Cruzada. Hacia allí partieron miles de hombres para matarse con otros tantos miles de hombres al grito de «Deus lo volt» («Dios lo quiere»).
Hoy las religiones van perdiendo su poder terrenal —o al menos eso espero—, y no me cabe duda de que el mundo se beneficiará ante esta situación, ya que se alejarán los elementos de tensión que se desprenden de ese excluirse unas a otras utilizando la fuerza o la persecución. De todas formas estamos hablando de Iglesias más que de religiones. Dios nunca habla en forma directa con los humanos, o por lo menos no lo hace con la mayoría. Siempre hay alguien que se interpone. Nunca tenemos a Dios delante, sino a sacerdotes, obispos, muecines, rabinos, etcétera. Es decir, otras personas tan comunes como los demás, pero que hablan en su nombre. Cuando uno analiza las guerras de religión, se pregunta si Dios no habrá sido la coartada para justificar los odios que los hombres se tenían entre ellos, para impulsar los deseos de conquista y depredación.


La aplicación de la libertad del individuo o cómo entender los mandamientos
A medida que avanzamos en el análisis, nos queda claro que los mandamientos son imposiciones antiguas, pasadas de moda, y algunas hasta fuera de toda lógica, pero que, al igual que las leyes actuales, son fruto de convenciones sociales. Más allá del tiempo en que se dieron a conocer, en que fueron respetadas y hasta temidas, lo cierto es que no formaron parte inamovible de la realidad, como ocurre por ejemplo con la ley de la gravedad. Tampoco brotan de la voluntad de un dios misterioso. Las leyes han sido inventadas por los hombres, responden a designios humanos antiguos, algunos de los cuales nos cuesta entender hoy, y pueden ser modificadas o abolidas por un nuevo acuerdo entre humanos. Sin ir más lejos, los mandamientos originales fueron modificados por los católicos, aunque esto no quiere decir que las convenciones sean simples caprichos o algo sin sustancia.
Cuando se vive en una sociedad multicultural, hay que asumir que se acepta el derecho a tener religión, y creencias, y esto comporta el hecho de tener que soportar alfilerazos de la realidad. Por ejemplo, a esas personas que dicen «ha herido usted mis convicciones», yo les diría: «Lo siento... amigo, usted no puede convertir sus convicciones en una especie de prolongación de su cuerpo».
Pero además esto va de la mano de una liviandad que se percibe en todos lados y que se define con la máxima de «todas las opiniones son respetables». Esto es una tontería. Quienes son respetables son las personas, no las creencias. Las opiniones no son todas respetables. Si así hubiese sido, la humanidad no habría podido avanzar un solo paso. No se pueden respetar las ideas totalitarias, xenófobas, racistas, excluyentes, que violen los elementales derechos humanos. No podemos utilizar el ataque, la crítica, incluso la sátira contra una idea, para provocar algo que humille u ofenda a los demás. Ahora, si se trata de ideas, hay que saber pararse frente a aquellas que son peligrosas.
¿Qué respeto merecen las ideas tras las que se parapetan los terroristas de distintos signos? ¿Cómo dejar de repudiar el asesinato, las bombas a mansalva que reivindican los nacionalismos excluyentes? ¿Gomo aceptar que bajo la excusa de la identidad cultural se practique la mutilación del clítoris a millones de niñas?
Los defensores de esos métodos son tan peligrosos como los sacerdotes que repudian a las demás religiones, a sus seguidores y a aquellos que no creen en ningún dios en particular. No se puede respetar a los irrespetuosos.
Esto tiene que ver también con algo que dijo John Stuart Mili: «La única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o le impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale ganando más consintiendo que cada cual viva a su manera antes que obligándose a vivir a la manera de los demás».
El primer mandamiento, como los otros nueve, lleva implícita la amenaza del castigo en caso de que no se cumpla. Yahvé había prometido proteger al pueblo judío, el elegido, pero con la condición de cumplir al pie de la letra el Libro de la Ley. La palabra de Dios daba lugar a pocas interpretaciones: «Mira, hoy he puesto ante ti la vida y la felicidad, pero también la muerte y la desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios... entonces vivirás y tendrás muchos hijos y el Señor, tu Dios, te bendecirá... pero si no haces caso a todo eso... te advierto que morirás sin remedio».
Cuando leo esto y pienso que hay gente que cree lógico que exista el castigo a estas cuestiones, insisto en que lo primero que hay que dejar claro, es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos, ni con los premios repartidos por la autoridad, sea ésta humana o divina, que para el caso es lo mismo.
Sobre la observancia del primer mandamiento y su relación con la intolerancia, el rabino Isaac Sacca5 asegura que «hay que estar muy atentos a cómo está expresada la orden "no tendrás otros dioses delante de mí" ya que, interpretando la cuestión de mala manera, se corre el riesgo de que pueda ser utilizada para practicar la intolerancia y la imposición de ideas».
Según el judaísmo se trata de un asunto bilateral entre Dios y el ser humano, a quien no se le pide que intente convencer o hacerlo cumplir a otra persona, sino sólo que se ocupe de sí mismo.
Este comentario del rabino Sacca no impide que, tal como él lo define, el mandamiento pueda caer en malas manos que hagan un uso indebido del mismo y se transforme en una herramienta de exclusión. Ya hemos dicho que las leyes han sido inventadas y modificadas por los hombres, y está claro que una misma ley puede tener varias interpretaciones. Pero las visiones sobre Yahvé, Moisés y los diez mandamientos son innumerables y surgen desde todos los ángulos ideológicos. El historiador socialista Emilio Corbiére6 considera el Antiguo Testamento «como la parte más negativa. Allí se plantea una visión de dios terrible, casi malvado, perseguidor. Es realmente la visión de un dios despótico Yahvé-Jehová. Pero también es la historia de la liberación; el movimiento de liberación nacional de un pueblo. Es decir, se trata de una visión revolucionario-popular de un pueblo oprimido, en este caso por el Imperio romano. Por lo tanto, el Antiguo Testamento es la historia del crimen, de la traición, de las guerras, de las relaciones poco comunes entre madres e hijos y padres e hijas y, por otro lado, la lucha ejemplar de ese mito de Moisés, que no se sabe si era judío o un egipcio revolucionario».
Ídolos e idolatría
El tema de las imágenes y los ídolos en la religión ha marcado una de las grandes diferencias entre católicos y judíos. El texto del primer mandamiento que figura en el Antiguo Testamento dice: «Se prohíbe realizar esculturas, imagen alguna ni de lo que hay arriba de los cielos, ni de lo que hay debajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni le darás culto».
Los católicos eliminaron esa precisión pero en ambas religiones, y aun con la diferencia de matices, hay una clara oposición a la idolatría.
Frente a la cuestión de las imágenes religiosas, la Biblia y la realidad histórica han demostrado ser contradictorias. Pese a la prohibición de hacer esculturas, el templo construido por Salomón en Jerusalén estuvo repleto de ellas. Junto al Arca de la Alianza se habían tallado en madera dos enormes querubines. También se podían observar bajo el depósito de agua de las purificaciones doce toros de metal.
«Los recipientes para las abluciones litúrgicas —dice el padre Ariel Álvarez Valdez— estaban revestidos con imágenes de leones, bueyes y querubines, todo con el consentimiento del propio Dios. Y por si esto fuera poco, una enorme serpiente de bronce, que había labrado Moisés en el desierto por orden de Yahvé para sanar a cuantos mordidos por ofidios la miraran, estuvo doscientos años expuesta en el Templo hasta que el rey Ezequías la eliminó. »
Con este ejemplo, se vuelve a ratificar que las leyes se modifican al igual que sus interpretaciones, más allá de sus orígenes humanos o divinos. No digo que hecha la ley hecha la trampa, pero el ámbito jurídico, como todo, es adaptable a cualquier situación.
Yo no sé si Dios habrá muerto, como dijo Nietzsche y han repetido tantos otros después de él. Pero es innegable que los ídolos gozan de una excelente salud. Vivimos en un mundo en el que, multiplicados por las comunicaciones y la imagen, su presencia es casi abrumadora. Tenemos ídolos en el fútbol, la pantalla, la canción, el dinero, el triunfo social o la belleza. Convivimos con idolillos portátiles y pequeños, algunos casi simpáticos y entrañables, como el E. T. de Spielberg, u otros que se nos hicieron próximos y amables. También los hay feroces, que exigen sacrificios de sangre. Ésos son los ídolos de la tribu. Los que convierten el propio grupo, la propia nación, la propia facción en un ídolo. Son aquellos que por desgracia suelen llevar a cabo sacrificios humanos.
Sin embargo, creo que hay ídolos benévolos, simpáticos, que nos ayudan a vivir, que nos traen alegría. La idolatría es algo inherente al hombre. El ser humano no lo puede evitar. Pero cuidado, tenemos que ser idólatras cautelosos, prudentes con lo que subimos a nuestros altares, porque a veces es difícil bajarlos sin que se derrame sangre.
Moisés y el pensamiento único
Creo que, en alguna medida, Moisés era un hombre muy realista. Era consciente de que tanto su sociedad como las anteriores, y con acertada intuición las futuras, no eran nada del otro mundo y que por lo tanto estaban llenas de defectos, de abusos y de crímenes. Fue así como el líder israelí hizo lo que estaba a su alcance para mejorar la comunidad en la que le tocaba vivir. Y pienso que está claro que, como tantas otras personas antes y después de él, luchó para que las relaciones humanas políticamente establecidas fueran simplemente eso: más humanas, o sea, menos violentas y más justas. Pero, como debió de ser un tipo bastante realista, seguramente nunca esperó que todo a su alrededor fuera perfecto.
Hay dos frases a las que se suele recurrir: «No trates a los demás como no quieres que te traten a ti» o, en positivo, «haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti». George Bernard Shaw tenía un epigrama que sintetiza estas ideas: «No hagas a los demás lo que te guste que te hagan a ti, ellos pueden tener gustos diferentes». Aquí hay que tener cuidado, porque es en estos casos cuando se corre el riesgo de toparse con aquellos para quienes la única verdad es la suya o la de su dios.
Hoy está de moda hablar del «pensamiento único», que, según dicen algunos, imperaría después de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe del sistema comunista de Europa del Este. No creo que el problema de la intolerancia pase por ese denominado «pensamiento único», porque para mí no existe como tal. En el mundo hay grupos que apuestan por el Fondo Monetario Internacional, y otros grupos «antiglobalización» que se manifiestan contra este organismo. Vivimos en un planeta donde existe bastante discordia y oposición de opiniones, así que es injusto, y un poco absurdo, hablar de un pensamiento único, aunque no son pocos los que desarrollan sus teorías en base a esta falacia. Sí, es cierto que existe una tendencia al pensamiento simple. Hay diversas concepciones simplistas: simplismo neoliberal y simplismo anticapitalista. Ante una realidad tan compleja como la que vivimos se le oponen «pensamientos descafeinados». La cuestión es que nuestro mundo está cada vez más unificado y tendemos a buscar soluciones que involucren a toda la humanidad. Soluciones que creemos que deben ser simples. Y esto es falso. Por este camino no vamos a llegar a mejorar este mundo, ya que la situación por la que atravesamos es de una complejidad mayor a cualquier otra que hayamos conocido a través de los siglos.
Durante la historia del hombre sobre la tierra, infinidad de ejércitos se han enfrentado en nombre de dioses o de creencias. Se habla incluso de un Dios de los ejércitos; todos tienen sus capellanes castrenses, sus banderas y estandartes. En 5.500 años de historia, para no ir más lejos, se han producido 14.513 guerras que han costado 1.240 millones de vidas y nos han dejado un respiro de no más de 292 años de paz, aunque seguro que durante dicho tiempo también debieron de haber guerras menores en curso. En el momento en el que usted lea estas estadísticas ya se habrán convertido en anticuadas. Estas cifras tienen la particularidad de incrementarse minuto a minuto por obra y gracia de los propios hombres. De hecho, una gran parte de las guerras tuvieron su origen en desencuentros e intolerancias debidas a distintas creencias. Pero también está claro que, casi siempre, lo religioso fue una simple excusa para resolver diferencias territoriales o económicas. Como verán, nada ha cambiado.
Hoy en día podemos ver en nuestras casas, sentados cómodamente ante el televisor, a aquellos que mediante atentados tiran abajo edificios en nombre de una divinidad vengadora que persigue al Gran Satán Occidental. Y desde Estados Unidos se utiliza una frase arcaica: «Dios está con nosotros». Un lenguaje propio de la época de las Cruzadas. Nos encontramos en pleno auge de la justificación teológica de los enfrentamientos terrenos.
Evangelización: conversión o muerte
Casi todas las religiones han tenido una vertiente proselitista y misionera que trató de extender sus enseñanzas como un pensamiento indiscutible. El cristianismo y el islam son las más expansivas. Pero para ser sinceros, se pueden encontrar elementos misioneros en muchas otras creencias.
La idea predominante a lo largo de la historia es que el hombre religioso tiene la obligación de llevar la buena nueva y tratar de imponerla. Y para lograr estos objetivos se ha recurrido tanto a mansos pastores como a promotores de la palabra de Dios, o a fieros soldados cuyo lema fue: «La religión con sangre entra». Por supuesto que ofrecer y utilizar la persuasión para dar a conocer la buena nueva no tiene nada de malo. La cosa cambia cuando el mandato pasa a ser: «Conviértete o muere».
En su Tratado de la tolerancia Voltaire decía que el lema de todos los fanáticos era: «Piensa como yo o muere». La historia nos ha mostrado innumerables ejemplos de cómo los misioneros, los evangelizadores y los proselitistas, al no poder persuadir por las buenas a los no creyentes, han impuesto este terrible dilema de la conversión o la muerte.
Es evidente que el proselitismo religioso está más acentuado en las religiones viajeras e itinerantes. El ejemplo claro es el cristianismo con sus variantes, y el islam. Los conquistadores españoles impusieron sus verdades a los conquistados, pasando por sangre y fuego a quienes no querían aceptarla.
Pero hay que aclarar que esta forma de imponer la religión por la fuerza no es una característica exclusiva de las religiones. Creo que esto se ha contagiado a otras formas de ideología. Hay doctrinas políticas, nacionalistas y raciales que practican los mismos métodos: «Debes pensar como nosotros o de lo contrario tu destino será la exclusión, la expulsión o la muerte, porque no podemos convivir con quien no comparte nuestras creencias».
El ejemplo de esta concepción se dio entre 1482 y 1492, con uno de los tres confesores de la reina Isabel la católica: Torquemada, el Inquisidor. Su nombre aparece ligado a tres mil ejecuciones en la hoguera y un número varias veces superior de encarcelamientos, confiscaciones y torturas. Aquí estamos en presencia del misionero fanático, que va más allá de las obligaciones de su misión y se transforma en un ser absolutamente negativo para la sociedad.
En definitiva, Adolf Hitler, Joseph McCarthy, Francisco Franco, Josef Stalin, Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla —por mencionar sólo algunos exponentes— se consideraban misioneros que debían salvar al resto de los humanos obligando por la fuerza a adoptar sus convicciones a quienes no creían en ellas.
Pero esta tendencia misionera suele tener sus tropiezos. Un libro delicioso, La Biblia en España,1 que traza un cuadro absolutamente fresco del país de los siglos XVIII y XIX, cuenta las peripecias de George Borrow7, un evangelista inglés que recorrió la península vendiendo biblias protestantes. En un momento de su recorrido Borrow llegó a Andalucía y se encontró con un campesino que estaba arando la tierra. Se le acercó con su libro y le dijo: «Amigo, yo soy protestante, vengo aquí con la Biblia y quiero explicarle lo que pensamos». Pero el campesino lo interrumpió explicándole: «Mire usted, no se moleste, porque si yo no creo en la religión católica, que es la verdadera, cómo voy a creer en la protestante que es la falsa».
Hubo cientos de miles de Borrows recorriendo el planeta y muchos más soldados tratando de imponer sus verdades por la fuerza. Pero ahora estamos además en presencia de una nueva situación que Yahvé y Moisés nunca imaginaron: la expansión de los medios de comunicación, lo cual ha creado nuevos campos de batalla donde los evangelizadores no se dan tregua ni cuartel. En el medievo los predicadores llenaban las iglesias y catedrales y hablaban como mucho para dos o tres mil personas. Un representante que hablase en la Asamblea de Atenas rara vez lo hacía para más de quince o veinte mil asistentes. Las investigaciones más recientes indican que el propio Jesús en su momento de mayor convocatoria, durante el Sermón de la Montaña, logró reunir a sólo treinta mil personas, una multitud en aquellos años, pero que hoy significan menos de medio punto en las mediciones de audiencias televisivas. El desafío de los telepredicadores y de los papas viajeros consiste en ser capaces de dirigirse a millones de personas; enfrentándose también, como contrapartida, al hecho de que las idolatrías tienen el mismo beneficio de la hipercomunicación, y en este campo la competencia por la audiencia suele ser desfavorable para la divinidad, sea cual sea, frente a, por ejemplo, las patéticas peripecias de los concursantes de Gran Hermano.
La comunicación ha aumentado la proyección de las ideas, sean éstas malas, piadosas, intolerantes, fanáticas y hasta de ansias redentoras. Los medios han magnificado lo que antes era casi un movimiento de corazón a corazón, o de persona a persona. Hoy se trata de un eco universal. Es una situación que implica aspectos terribles y que quizá en algún momento pueda involucrar otros liberadores. El desafío consiste en evitar que la palabra caiga desde arriba sobre las personas y en posibilitar que los individuos se comuniquen cada vez más entre sí para que puedan cambiar opiniones entre ellos.

“Nada malo puede pasarme que Dios no quiera, y todo lo que él quiere por muy malo que nos parezca es en realidad lo mejor”.
Carta en la que Tomás Moro consuela a su hija antes de ser ejecutado

En este fragmento Tomás Moro presenta una actitud fatalista. Pero se trata de un fatalismo alegre, que se justifica a sí mismo.
A través de las épocas, los hombres han aprendido a aceptar el destino porque no hay forma de luchar contra él. Lo que aporta esta visión de Moro es la dimensión del destino como producto de una voluntad, que sabe lo que es mejor para nosotros aunque ello implique nuestra destrucción y eso haga que desaparezcan nuestros proyectos y deseos, por esa situación fatal que se nos impone. Nietzsche habló también del amor al destino, y del deseo, no sólo de aceptarlo, porque es irremediable, sino también de amarlo como lo que es más propio. Quizá la versión de Tomás Moro sea la variante religiosa de ese amor al destino.
Durante siglos se tomó como irremediable la transmisión de los conocimientos y convicciones religiosas de padres a hijos. Era lo natural. Pero hoy el planteamiento consiste en cómo enseñar las creencias personales a nuestros descendientes. Por una parte, si consideramos que algo es verdadero, bueno y útil, intentamos que nuestros hijos compartan ese saber. Educar es seleccionar de todo lo que conocemos aquello que nos parece más relevante e importante para transmitirlo. Por lo tanto, es lógico para la persona religiosa que sus creencias deban ser transferidas a sus hijos. Pero, por otra parte, se debe respetar la posibilidad de que el hijo escuche otras voces, otros puntos de vista y conocimientos. Entonces es cuando los padres debemos asumir que nuestros hijos podrían no tener las mismas ideas o creencias que nosotros, lo que para algunos suele ser muy duro. Pero no es obligatorio que la serie se prolongue de padres a hijos, como bien supo un proselitista fascista de la época de Mussolini. El personaje iba por los pueblos pregonando la buena nueva del fascismo. Encontró a un muchacho y le dijo que debía afiliarse al Partido porque era el futuro de Italia. Entonces el joven le contestó: «No, mira, mi padre era socialista, mi abuelo era socialista, tengo otros parientes comunistas. Yo no puedo hacerme fascista». El militante del «fascio» arremetió indignado: «¿Qué argumento es ese de que tu padre y de que tu abuelo? ¿Y si tu padre fuera un asesino; y si tu abuelo hubiera sido un asesino?». El muchacho lo interrumpió: «¡Ah!, entonces sí... entonces sí me haría del partido fascista».